miércoles, 5 de mayo de 2010



Anoche Joaquín Sabina pisó por vez primera los escenarios de Mérida. Con más de 40 años de carrera, el “Flaco de Úbeda” tocará para sus seguidores en el Centro de Convenciones Yucatán Siglo XXI.


Y sonaron los primeros acordes de guitarra y se dio fin a una ansiada espera para ver al pirata gamberro, al flaco de Úbeda, al poeta maldito curtido por los licores de la palabra y que a poco celebró sus 61 años de penitencia en este mundo.


Quebró sus estándares de dos recitales, para ofrecer seis conciertos por vez primera en la capital del país. Con expectativas bien puestas para escuchar lo que muchos esperaban, Sabina cautivó con melodías ya más acentuadas y bien aterrizadas de conciertos posteriores con sus inseparables Pancho Varona y Antonio García de Diego.

“¿Cómo están?”, preguntó Joaquín Sabina después de cantar “Viudita de Cliqout”. La respuesta era obvia. Felices, plenos, realizados. Se les veía en los rostros.
Joaquín lo supo, y sonrió. Eran miles, pero parecían sólo uno. Y así, como si el público fuera un viejo amigo, se puso a charlar con él.


Si bien ya no da saltos o corre como antaño por las duelas del escenario, interpretó canciones olvidadas desde la gira del 96 cuando presentaba su álbum “Yo, mi, me, contigo”.

No cayó en repetirse como Ringo Starr que, amén de ser quien es, interpreta siempre las mismas canciones. Sabina, afortunadamente, ya dio el brinco y el repertorio fue diferente aunque un tanto atropellado en su dinámica, pues los diálogos a los que nos tenía acostumbrados desde su primera aparición en el 88, con “El hombre del traje gris”.


Para sabinistas consumados, el hecho de verle fue suficiente. Para el groupie o bohemio empedernido es de sobra sabido el sacrificio que hubo de pagarse (un servidor se incluye) y así se tornó el Centro de convenciones Yucatán siglo XXI donde hubo que soportar en su mayoría a la gente snob que compró su entrada como si fueran al cine, dio por resultado un horrendo ambiente y discorde al artista que se presentaba.

Con esos antecedentes, es probable que Sabina, acostumbrado a recintos más íntimos, haya decidido retirarse en esta gira de los auditorios y estadios para concentrarse en teatros donde la gente no sea constantemente vigilada en cada entrada para grabar, tomar fotos o no salirse a los pasillos a dar unos cuantos brincos y gritos.


La euforia de su paso por la ciudad plasma una huella imborrable y es como un buen vino de mesa que deja su sedimento en la sangre. Sabina es el ejemplo puro de la canción inconclusa, del perdedor, de las musas, del bar, de la noche, los excesos, de hacer lo prohibido, romper protocolos (a pesar de tener que soportar invitaciones presidenciales y pretender ingenuamente que todo está bien).

Ha sabido mantenerse firme y estoico en sus declaraciones aun cuando hay quienes creen que la isquemia cerebral que antaño lo dejó inútil un buen rato, le perjudicó el sarcasmo y la ironía.

No, Sabina es un poco como Freddy Mercury en el aspecto de “ahora que me despido, pero me quedo”; otro tanto como Chavela Vargas, borrachos, retirados y mujeriegos y otro tanto como John Lennon, con miedo a terminar como Elvis, obeso y cantando en shows de Las Vegas para repetirse a sí mismo cada noche.

Dicho de otra forma, Joaquín Sabina es un artista que vive y necesita del escenario, de la duelas de un foro para sentirse vivo y que se niega a consumirse lentamente como un hielo en un Whisky sin soda, compartiéndonos siempre ese helado de aguardiente, ese licor de ajenjo en cada canción que sin remedio nos vuelve adictos y nos hace ver que antes de morirnos, debemos vivir la vida un poquito.

“Las canciones viajan más rápido que sus autores, de quienes la cantan”, señaló, al comprobar cómo el público yucateco repetía con él cada verso que salía de su boca.
Dijo que se sentía en casa en Mérida, y que a propósito no había visitado Chichén Itzá, “para tener un pretexto para regresar”.

P e p e B u s t a m a n t e

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